jueves, 5 de julio de 2012

Aria

Aria no era ni tan mala como parecía... ni tan buena.

Era una de esas niñas introvertidas y caprichosas que se enfurruñan cuando las cosas no son exactamente como ellas quieren o como se esperan.

Una de estas pequeñas a las que a veces querrías estampar contra una pared y tienes que repetirte a ti misma que no es culpa suya, que la culpa es de quien las ha educado así.

Aria no había crecido jugando con los demás niños... Era hija única y provenía de una familia con bastante dinero a la que no le gustaba la idea de que su niña pudiera coger influencias de los otros niños. Aria era especial. Única. Y querían que lo siguiera siendo.

Y por eso Aria creció sin tener la oportunidad de aprender a relacionarse.
Paseaba sola, por los inmensos terrenos de sus mansiones, escondiéndose en la sombra de los álamos, intentando en todo momento mantener el nacarado de su blanca piel. Y leía. Y escribía. Y volvía a pasear. Siempre por los mismos sitios...

Y con el tiempo, sin darse cuenta, poco a poco, fue automatizando sus paseos. 500 pasos hacia delante, 50 pasos a la derecha, "Hola, hermoso clavel", 100 pasos más al frente, "Buenos días, señor sauce", 40 pasos a la izquierda, "Linda mañana, riachuelo".

Siempre la misma rutina, siempre las mismas cosas. Y aunque eran cosas preciosas, con el tiempo se acostumbró tanto a verlas, que los saludos desaparecieron y solo quedaron los pasos... Esa secuencia lógica de movimientos que un día habían sido su forma de diversión y que, por definición, seguían siéndolo llenaban sus días uno tras otro.

Supongo que no es de extrañar que el descubrirme de pronto en medio de sus terrenos le resultase cuan menos inquietante. Un desasosiego lleno de recelo surgió dentro de ella.

¿Quién era yo? ¿Qué hacía allí? ¿Iba a destrozar sus cosas?

Llegada a cierta edad (mental, que no física) es mucho más difícil aprender a compartir o, en general, cambiar tu punto de vista sobre las cosas. Y tiene sentido que a Aria le costase mucho asimilar ese cambio. Incluso a día de hoy, puedo decir que aún no lo asimiló de todo.

La primera vez que me encontró, hecha un ovillo durmiendo plácidamente (agotada tras el viaje), bajo su sauce, Aria se enfureció. "¡Fuera! ¡Fuera! ¡Que alguien la saque de aquí!", gritaba. Y puedo asegurar que tanto sus padres como sus criados pusieron todo su empeño en deshacerse de mí.

Pero yo, persitente y cabezota, como la mayoría de los niños, seguía en mi sitio aunque a veces los ojos se me llenasen de lagrimones o sollozase que no era justo y que yo solo quería jugar con ella...

No sé si era justo. Supongo que para ella tampoco era justo...

El caso es que allí me quedé. Y aunque durante mucho tiempo Aria fruncía el ceño cada vez que pasaba por mi lado hasta el punto de casi incorporarlo a su rutina, poco a poco lo automatizó tanto que ya casi ni le molestaba mi presencia.

Y un día, un día que ya ni recuerdo, me atreví:

- ¡Buenos días!
- Buenos días, señor sauce... ¡Oh! -se sobresaltó Aria. En un gesto automático se cubrió la boca con ambas manos y echó a correr para su casa.

Bueno, no estaba mal... Al menos, me había dicho "hola"... Equivocada y había salido huyendo, pero me había dicho "hola". Ese día me decidí:"Al final, conseguiré que seamos amigas".

Y puedo asegurar que desde entonces me esforcé en conseguirlo. A veces iba mejor y a veces iba peor. A veces yo le ponía más ganas y a veces me enfurruñaba y pasaba de ella cuando caminaba por mi lado. Era díficil, muy difícil. ¡Éramos tan diferentes! Pero a veces, más de las que podía parecer, nos sonreíamos y entonces el sol parecía brillar e incluso alguna vez me cogía de la mano para enseñarme algunos de los maravillosos rincones que su ruta diaria recorría, pero que ella ya apenas reconocía. Se podría decir que en realidad fui yo en realidad la que se los descubrió a ella, aunque fue ella la que me los enseñó a mí.

Poco a poco, compartió conmigo sus aguas... 


Sus piedras...


 E incluso sus noches...




... Cuando le dije que me iba Aria se enfadó mucho. Muchísimo. Y volvió a gritar "¡Fuera, fuera! ¡Largo de aquí!". Y esa vez, sí me fui... La dejé allí, en su jardines llenos de tesoros escondidos que pasan desapercibidos para el ojo mecánico. Odiándome como siempre y como nunca. Maldiciendo el momento en que reconoció mi presencia. Y empujándome por el camino mientras ordenaba a sus criados que cerrasen todas las puertas para que yo no pudiera salir. Que hicieran lo imposible por no liberarme, porque me quedase algo pendiente, porque tuviera que volver...

Fue difícil escurrirme y desembarazarme de los criados. Y algunas de sus maldiciones, todavía colean y me acechan desde la distancia... ¡Y yo también me enfadé! Me enfadé y rugí y con los ojos empañados en lágrimas le grité que siempre había sido una malcriada estúpida y que ¡hala! ¿No quería fuera de jardín desde el primer día? ¡Pues ya estaba! ¡Ya me iba!

En el fondo me marché triste, sabiendo que perdía algo... Que me había dado una parte de su existencia y que yo misma había dejado una parte en ella... En cada uno de esos rincones...

Y cuando por fin se disipó el enfado y volvieron los recuerdos, todos ellos, con su esplendor y con sus nubarrones, desde la distancia... Supe que necesitaba escribirle este cuento...

5 comentarios:

  1. Apuesto a que Aria y Neme, en el fondo, se llevarían bien

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  2. Haces bien. Aria siempre fue una perra desagradecida, y no ha cambiado mucho :P

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  3. Gracias, niñas ^_^ Pena no poder poner "Me gusta" a los comentarios ;)

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  4. Sin tener en cuenta lo demás, solo con ver su reacción al saber que te ibas, te demostró que habías tomado la decisión

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