sábado, 9 de junio de 2012

Descubriendo a Eire

Eire me recibió con los brazos abiertos, vestida de gala, de verde y azul. La vi desde el mismo avión, extendiendo su hermosa falda con sus ribetes de espuma sonriendo al sol. "Bienvenida de vuelta" me decía, "ya me tardabas".

Y era verdad, ya le tardaba... Un año entero...

Una vez en el pasado, Eire me había invitado a venir a verla y mis ansias aventureras y yo no pudimos evitar aceptar la invitación. A los cinco minutos de estar jugando con ella, su simpatía y naturalidad ya me habían encandilado. Eire vibraba con el sonido de la música en cada uno de sus rincones mientras saltaba por las calles de piedra,  se retocaba el pelo reflejada en sus ríos o se escondía en alguna de sus iglesias.

Y no paraba, incluso cuando paraba, no paraba. Incluso cuando era calma, era alegría.

Recuerdo que me invitó a desayunar crêpes de jamón y queso ("¡sin sirope de arce, por favor!") una mañana algo lluviosa después de una noche infinita llena de música y danzas y que, aunque no lo fueran, a mí en ese momento, en su compañía, me parecieron los más deliciosos del mundo.

Recuerdo que me hizo sentir en casa desde el primer momento, y que cuando cogí el avión de vuelta, ya me moría de ganas de volverla a ver...

Recuerdo que le grité desde el avión, "¡Fue un placer conocerte!" y cuando ya estaba en el aire agitó su faldón con gracia diciéndome: "Vuelve pronto... Aún te queda tanto de mí por descubrir...".



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